lunes, 1 de agosto de 2016

Sé vegano, amigo mío.

No se asuste el lector, que de momento no pienso convertir este blog literario en un blog vegano, para eso ya están otros que lo hacen mejor que yo. Pero como además de ser un blog literario también es un blog personal, y ahora mismo estoy que ardo con este tema, pues me apetece hablar de ello.

Aunque la verdad es que el lector no debería asustarse de lo que yo haga o deje de hacer, sino de lo que supone tener un filetito de ternera en su plato o ir al Foster Hollywood’s a comer unas ricas costillitas...

Advierto que las palabras que vienen a continuación pueden herir vuestra sensibilidad. Si queréis seguir viviendo engañados, consciente o inconscientemente, dejad de leer. AHORA.

Resulta que poco a poco los restaurantes veganos van esparciéndose lentamente por Madrid. Más lentamente de lo que a mí me gustaría, pero mejor Madrid que cualquier lugar fuera de sus fronteras, donde ya se hace totalmente imposible comer para un vegano a no ser que te lleves el tupper de casa. El otro día estuve en Rayén Vegano para desayunar (las tortitas están para morirse, en serio) y cuando fui al baño me encontré un par de folletos que me llevé a casa para estudiar. Un poco a regañadientes, es cierto, pero convencida de que debía hacerlo, para así tener cada día más y más argumentos con los que defenderme.

www.provegan.info

Tengo que decir que jamás he necesitado ver ningún reportaje tipo Earthlings para cambiar mi alimentación. Como expliqué en mi anterior entrada, eso fue fácil en cuanto conocí de primera mano lo que realmente significaba la producción animal y cómo se las gastaban en los mataderos, gracias a la fantástica (tono irónico) formación que recibí para ser veterinaria. Tomé mi decisión sin dudar y no necesité profundizar mucho más en la realidad que nadie nos cuenta, en las salvajadas que se cometen día a día en cada uno de los eslabones de la producción intensiva (y también en la extensiva, en la ecológica y en todo lo que implique matar o explotar un ser vivo). Pero lo cierto es que según mi conocimiento al respecto avanza, más me doy cuenta de que apenas conocía una parte. Las cosas son mucho peores de lo que imaginaba, y de ahí el paso definitivo al veganismo.

Tampoco he tratado nunca de convencer a nadie de que se hiciera vegetariano. Me limitaba a sonreír cuando me preguntaban “¿Y tú por qué no comes carne? ¿Te dan pena los animalitos?” Sabía que era una batalla perdida, que la gente es feliz en su ignorancia, que es fácil encontrar millones de excusas para seguir siendo cómplice de algo que está mal, muy mal... y lo sabes, aunque no quieras verlo. Por desgracia, aquí me incluyo. Es una decisión personal, y cada uno lleva su ritmo, no puedes forzar a nadie o convertirte en un intolerante. Solo en los últimos tiempos he empezado a compartir más información en mis redes sociales relativas al veganismo, o a escribir artículos como este. Porque si algo soy, soy una divulgadora (aparte de escritora), y poco más puedo hacer si quiero cambiar el mundo.

Pero lo que me decidió a compartir esta vez fue encontrar en uno de esos folletos la historia de una veterinaria alemana que tuvo que hacer seis meses de prácticas en un matadero. Por suerte, yo no tuve que sufrir esa tortura, aunque lo poco que vi ya me convenció para siempre de que yo jamás me dedicaría a algo así. Lo triste es que he tenido que esperar más de veinte años para no sentirme sola, para no sentirme un bicho raro. Hace unos cinco años, cuando acabé un máster, aún tuve que soportar el típico comentario de un profesor: “En 1º de carrera muchos estudiantes vienen pensando que quieren tener una clínica y dedicarse a curar perros y gatos, pero luego se dan cuenta de que en realidad la carrera tiene muchas más salidas profesionales”. Sí, es verdad. Muchos veterinarios lo somos por vocación. Cuando empezamos pensamos que todos los veterinarios lo son porque quieren salvar vidas de animalitos. Yo pensaba que en la facultad me iba a encontrar con un montón de gente que pensaría igual que yo, que estaba allí por amor verdadero a los animales. No encontré a muchos, la verdad. De ahí que, vaya sorpresa, haya acabado profundamente decepcionada con la profesión. Y años después, sigo pensando que si algún día tuviera la oportunidad de volver, solo lo haría para seguir salvando vidas de animalitos. No para lo contrario. Debe de ser que sigo viviendo en los mundos de Yupi con cuarenta años, porque daba la impresión de que para ese profesor, dejar esa idea atrás era equivalente a madurar y crecer profesionalmente. Lo decía con una sonrisita condescendiente, como si pensara “Qué inocentes somos en nuestra juventud”. Sí, yo era bastante naïve. También pensaba que la gente que tiene perros y gatos es porque realmente ama los animales. Según pasan los años te das cuenta de que lo que reina en la sociedad, aunque no le guste a nadie oírlo, solo es: PURA HIPOCRESÍA.

No. Los jóvenes que queríamos (que quieren) ser veterinarios para salvar animalitos, no es que fuéramos unos pobres inocentes inmaduros. Lo que ocurre es que tenemos unos valores éticos superiores a los de los demás. A mí nunca me han valido esas otras "salidas profesionales" porque la mayoría suponía convertirte en cómplice de algún tipo de maltrato animal: zoos, inspección de alimentos, producción intensiva, explotación, uso de animales para carreras y apuestas... supongo que yo misma dinamité mi futuro, porque solo me quedaba la clínica, y la clínica fue bastante deprimente también. El problema no es que seamos adolescentes hipersensibles que no pueden soportar que miles de corderitos sean degollados todos los días. No es que no podamos aceptar que para tener una alimentación equilibrada la carne es indispensable y por tanto el sacrificio de esos animales es necesario. No, lo que ocurre es que para nosotros la vida tiene un valor que no la tiene para los demás. La vida en el sentido más extenso de la palabra. No la vida humana exclusivamente.


Y es que uno de los síntomas más evidentes de esa hipocresía es cómo cambia el concepto de vida o muerte cuando añades el adjetivo “animal”, o incluso cuando ese animal cambia y en vez de ser un cerdo o una vaca, es un perro, un gato o un delfín. A todos se nos caen las lagrimitas cuando alguien salva una ballena, porque por alguna razón parece que las ballenas merecen vivir más que las gallinas o los cerdos. A nadie le importa si miles de terneras mueren cada día en una sola provincia. “Ternera”, por cierto, no significa “carne de vaca”. Significa vaca joven. Porque si la carne es jugosa, suele ser de un animal muy joven. Si hiciéramos la conversión como con una de esas estúpidas escalas para saber cuántos años humanos tiene mi gato, saldría un bebé o un niño de 3 años. Pero a nadie le importa matar crías de animales para comer, porque tenemos que sacar las proteínas de algún sitio, ¿verdad? Eso sí, vemos un vídeo de Cuarto Milenio sobre un feto humano y el periodista que lo presenta nos hace creer que eso es una especie de milagro, que la vida humana tiene que ser preservada desde su concepción. Pero nadie piensa en los fetos que salen de las barrigas de las vacas sacrificadas, como vamos a ver a continuación. Me gustaría llenar internet con fotos de embriones animales y no decir nada, a ver cuántos son capaces de diferenciar un animal no humano de un humano. Es muy fácil decir que eres antiabortista, pero parece que la vida deja de ser sagrada cuando tenemos un entrecot en el plato.


Pero voy a ceder la palabra a la hoy veterinaria Christiane M. Haupt. Su experiencia en el matadero la dejó tan afectada que necesitó escribirlo para poder seguir viviendo. Comparto al cien por cien todo lo que dice. Yo no suelo leer este tipo de testimonios porque ya sé lo que hay. Pero, obviamente, hay otra razón por la que no lo suelo hacer: me sigue doliendo el alma. Me sigue doliendo el ser testigo de toda esa ignorancia e hipocresía que impiden que el mundo cambie. Por eso lo difundo, con la esperanza de tocar más consciencias y que poco a poco el veganismo se convierta en la nueva forma de vida de la humanidad entera. Porque aunque sé que la cosa está complicada, el mundo debe cambiar, y no cambiará mientras no cambiemos nosotros mismos. (La negrita es la original).

“Una vez en casa me tumbo en la cama y me quedo mirando fijamente al techo. Horas y horas. Todos los días. Mi entorno reacciona con irritación. ‘No pongas esa cara de pocos amigos. Sonríe. Tú querías ser veterinaria por encima de todo.’ Veterinaria, no matarife. No puedo soportarlo más. Estos comentarios. Esta indiferencia. Esta naturalidad con que se acepta la muerte. Quisiera hablar, tengo que hablar, sacar lo que llevo dentro. Me ahogo. Quisiera hablar del cerdo que no podía seguir andando y estaba ahí tirado con las patas abiertas, y le dieron patadas y golpes hasta que lo metieron a palos en la celda de matanza. Más tarde lo examiné cuando pasó colgando a mi lado troceado: a ambos lados de los muslos tenía desgarres musculares. Fue el número 530 de las matanzas de aquel día, nunca olvidaré esta cifra. Quisiera hablar de los días en que sacrificaban a las vacas, de los mansos ojos castaños tan llenos de miedo. De los intentos de huida, de todos los golpes y maldiciones hasta que el pobre animal estaba preparado para recibir la descarga eléctrica en las jaulas de hierro con vista panorámica a la nave donde sus congéneres estaban siendo despellejados y descuartizados, – y entonces la descarga mortal, a continuación la cadena en la pata trasera, levantando al animal que cocea y se retuerce, mientras que en la parte de abajo ya le están separando la cabeza del cuerpo. Y lanzando chorros de sangre y sin cabeza, el cuerpo sigue encabritándose, las piernas se retuercen… Hablar sobre el ruido espantoso que hace la piel al ser arrancada del cuerpo, sobre los movimientos automáticos de los dedos del desollador al sacar los ojos de las órbitas – los ojos torcidos, rojos, saltados – y los arroja a un agujero que hay en el suelo, por el que desaparecen los ‘desechos’. Hablar de la rampa de aluminio a la que van a parar todas las vísceras que son arrancadas de los enormes cadáveres decapitados y que – exceptuando el hígado, el corazón los pulmones y la lengua, aptos para el consumo – desaparecen por una especie de tragadero de basura.
Quisiera contar que una y otra vez se podía encontrar un útero preñado en esta montaña sangrienta y pegajosa; que he encontrado pequeños fetos de todos los tamaños con aspecto de terneritos completos, delicados y desnudos y con los ojos cerrados, en su protectora bolsa amniótica que no pudo protegerlos – el más pequeño era tan diminuto como un gatito recién nacido y sin embargo realmente una vaca en miniatura, el mayor con un vello suave, marrón y blanco, y con largas y sedosas pestañas, pocos días antes de su nacimiento. ‘¿No es un milagro lo que crea la naturaleza?’ dice el veterinario que está de guardia este día, y arroja el útero, incluido el feto, en el borboteante tragadero de basura. Y yo sé con seguridad que no puede existir Dios porque no cae ningún rayo del cielo para vengar este sacrilegio que sigue repitiéndose interminablemente.
Tampoco hay un Dios para la pobre vaca flaca que se estremece compulsivamente tirada en el pasillo helado y expuesto a las corrientes de aire delante de la celda de matanza, cuando llego a las siete de la mañana, ni nadie que se compadezca de ella dándole un rápido tiro. Cuando me voy por la tarde sigue allí tirada y se estremece: nadie la ha librado de su sufrimiento a pesar de las repetidas órdenes. Yo he aflojado el cabestro – clavado sin piedad en su carne – y le he acariciado la frente. Ella me mira con sus enormes ojos, y yo siento que las vacas pueden llorar. La culpa de tener que mirar un crimen sin poder hacer nada me pesa tanto como cometerlo. Me siento tan infinitamente culpable.
Mis manos, mi bata, mi delantal y mis botas están embadurnadas de la sangre de sus congéneres. He pasado horas debajo de la cinta transportadora, he cortado corazones, pulmones e hígados. ‘Con las vacas se pone uno siempre perdido’, acaban de advertirme. Esto es lo que quisiera contar para no tener que soportarlo sola, – pero en el fondo nadie quiere escucharlo. No es que durante este tiempo nadie me haya preguntado con frecuencia. ‘¿Qué tal en el matadero? ¡Uy, yo no podría!’ Con las uñas me grabo profundas medias lunas en la palma de la mano para no abofetear esas caras de lástima, o para no lanzar el teléfono por la ventana, – me gustaría gritar, pero hace tiempo que todo eso que contemplo día a día ha ahogado los gritos en mi garganta. Nadie me ha preguntado si yo puedo. Las reacciones a cualquier respuesta, por corta que sea, revelan malestar respecto a este tema. ’Sí, todo eso es horrible, y nosotros también comemos muy poca carne’. Con frecuencia me pinchan: ‘¡Aprieta los dientes, tienes que pasar por eso, y ya mismo estarás lista!’. Este es uno de los comentarios peores, más crueles e ignorantes, porque la masacre sigue, día a día. Yo creo que nadie ha entendido que mi problema no consiste tanto en sobrevivir los seis meses, sino en que existe este monstruoso asesinato en masa, a millones, existe para cada persona que come carne. Especialmente los comedores de carne que afirman ser amigos de los animales son para mí unos impostores de los que desconfío.
¡Para, que me quitas el hambre!’ También con cosas así me han hecho callar brutalmente, seguido de la comparación: ‘¡Eres una terrorista! ¡Cualquier persona normal se reiría de ti!’ Qué sola se siente una en esos momentos. De vez en cuando miro el pequeño feto de vaca que me traje a casa y conservo en formalina. Memento mori. Deja reír a las ‘personas normales’.
Cuando una está rodeada de tanta muerte violenta cambian las perspectivas; la propia vida parece infinitamente sin importancia. Llega un momento en que miro las filas anónimas de cerdos descuartizados, que se mueven por la nave en forma de meandros, y me pregunto: ¿Sería diferente si aquí colgaran personas? Sobre todo la anatomía trasera de los animales muertos, gorda y llena de granos y manchitas rojas, me recuerda desconcertantemente a esa masa grasienta que se sale de los estrechos bañadores en las playas de vacaciones. También los chillidos interminables de los cerdos, que resuenan en las naves de matanza cuando los cerdos presienten su muerte, podrían provenir de mujeres o niños. No hay más remedio que embrutecerse. Llega un momento en que sólo pienso que tiene que parar, tiene que parar, ojalá que sea rápido con las tenazas eléctricas para que acabe de una vez. ‘Muchos cerdos no dicen ni mu’ dijo una vez una de las veterinarias. ‘Sin embargo otros se levantan y se ponen a chillar sin motivo alguno.’” 


Hay mucho más. Si quieres seguir, tienes el texto completo aquí.

Y después de todo esto tengo que soportar que me envíen periódicamente cierta revista de la Organización Colegial Veterinaria Española, llena de veterinarios a quienes les encanta la tauromaquia y veterinarios que trabajan en la explotación animal sin ruborizarse. Me ha llevado tiempo comprender por qué no existe un juramento veterinario como el hipocrático de los médicos. Ahora lo tengo claro. Sería el colmo de la hipocresía. Y tener que leer las distintas “Leyes de Protección Animal” ya es para ponerte a llorar.

Vivimos en una sociedad enferma, enferma de muerte. El Dr. Helmut Kaplan, psicólogo, en su ensayo “Traición a los animales”, comenta:

"El libro de Gail A. Eisnitz ‘Slaughterhouse’, para el que la autora entrevistó a trabajadores de mataderos con un total de dos millones de horas de experiencia en la celda de aturdimiento, demuestra que este horror sólo es la punta del iceberg de los crímenes que se cometen diariamente en el mundo en los mataderos de los países ‘civilizados’. Los siguientes extractos de entrevistas a trabajadores de mataderos fueron presentados públicamente el 18 de septiembre de 1999 en una presentación del libro:
‘Yo he visto carne viva de vaca, la he oído mugir cuando le hincaban el cuchillo y trataban de arrancarle la piel. Pienso que es terrible para el animal morir tan lentamente mientras cada uno hace su trabajo con él.’ ‘La mayor parte de las vacas que están colgadas viven todavía… Las abren. Las desollan. Siguen estando vivas. Les cortan las pezuñas. Ellas abren sus ojos desorbitados y lloran. Gritan, y puedes ver que casi se les salen los ojos.’
‘Un trabajador me contó que una vaca, a la que se le quedó atascada una pata en el suelo de un camión, se desmayó. ‘¿Cómo pudiste sacarla viva?’ le pregunté: ‘Oh’, dijo, ‘simplemente fuimos por debajo del camión y le cortamos la pata’. Cuando alguien te dice esto sabes que hay muchas cosas que nadie te cuenta.’
‘En otra ocasión se trataba de un cerdo vivo que no había hecho nada, ni siquiera había echado a correr. Cogí un tubo de un metro de largo y le golpeé hasta dejarlo casi muerto.’
‘Cuando tienes un cerdo que se niega a moverse, coges un gancho y se lo metes por el culo. (…) Luego tiras. Tiras de los cerdos mientras están vivos, con frecuencia se desgarra el ano al salirse el gancho.’

‘Una vez cogí mi cuchillo – que está bastante afilado – y le corte la nariz a un cerdo como si fuera un loncha de jamón para el desayuno. El cerdo se volvió loco durante unos segundos. Luego se sentó simplemente con pinta de tonto, así que cogí un puñado de sal y se lo restregué en la nariz. Entonces sí que flipaba el cerdo y metía la nariz por todas partes. Como me quedaba un poco de sal en la mano se la metí por el culo. El pobre cerdo ya no sabía si cagarse o volverse ciego.’
‘Llega un momento en que te vuelves insensible. (…) Si tienes un cerdo vivo no lo matas simplemente…, quieres que tenga dolores. Te echas encima con dureza, le destrozas la faringe, haces que se ahogue en su propia sangre. (…) Un cerdo vivo me miró y yo cogí un cuchillo y (…) le saqué el ojo mientras que él simplemente estaba allí sentado. Y el cerdo no hizo otra cosa que chillar.’"


Según el médico Dr. Ernst Walter Henrich, creador de la página web www.provegan.info, de la que he sacado toda esta información: 
“Innumerables grabaciones (filmadas de forma abierta y encubierta) de mataderos en todo el mundo demuestran que los animales no sólo están expuestos a inevitables horrores y tormentos de la cría de ganado intensiva y a la matanza, sino que son torturados a propósito por los trabajadores de la industria animal y empleados de mataderos, por sadismo u otros bajos instintos. A mí, que soy médico con conocimientos de psicología y psiquiatría, la crueldad extrema en los mataderos y ganaderías no me sorprende. Después de evaluar numerosas grabaciones, tengo la impresión que las ganaderías y los mataderos son los lugares ideales en los que vivir perversiones sádicas (casi siempre con impunidad). Esto también debería tenerlo claro cualquier consumidor de productos de origen animal. Por cierto, las vacas lecheras y las gallinas ponedoras se sacrifican en los mismos mataderos cuando están exhaustas y ya no dan beneficios. Por lo tanto, en última instancia no existe ninguna diferencia ética entre el consumo de carne, leche y huevos.”


Ahora, si sabes todo esto, ¿realmente quieres seguir comiendo carne o bebiendo una leche que NO necesitamos para vivir? ¿Realmente te consideras humano?

El veganismo no es un capricho, no es una moda. Es una necesidad.

Be vegan, my friend.

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