miércoles, 22 de enero de 2014

El Ángel de la Muerte (11).

Cuando Leuche se presentó a la mañana siguiente en su puesto de trabajo (puntual, por supuesto), se encontró de nuevo la puerta cerrada. Miró su reloj y frunció el ceño.
“No sé, esto de que no exista el tiempo se me hace muy confuso”, pensó.
Se le ocurrió ir a buscar a su compañero a la máquina de los cafés y bollitos grasientos varios para el desayuno, pero entonces reparó en una nota pegada con celo al cristal en la que había garabateadas unas palabras: “Te espero en el aparcamiento. Es urgente”.
Leuche volvió a fruncir el ceño. No le gustaban los imprevistos. Y además aún tenía los ojos llenos de legañas. Quizá había leído mal... “Ven YA”, ponía ahora el papel.
Tot se ponía de muy mal humor cuando le hacían esperar, así que Leuche optó por la vía rápida y se volatizó en el aire para teletransportarse al aparcamiento. Requería de un gasto energético extra, sobre todo cuando no habías desayunado todavía, pero no le quedaba otra... soportar todo el día a Tot de mal humor era una penitencia que no estaba dispuesto a aceptar ahora que por fin la religión ya no era importante en sus vidas.
Cuando su forma espiritual apareció en el recinto del aparcamiento, con sus botas habituales, su levita y sus melenas rizadas, estuvo tentado de cambiar su apariencia... porque no era un carruaje con Tot sentado en el pescante lo que le estaba esperando, sino un Volkswagen de color casi rojo, líneas redondeadas y un guardabarros medio caído que le recordó al coche que su abuela conducía en los años 60 del siglo XX en un algún lugar de Europa. No tenía ruedas, pero eso no importaba, porque flotaba a una cuarta del suelo, como el que usaba Luke Skywalker para desplazarse por Tatooine. Y el interior olía a marihuana... bueno, eso quizá fue un recuerdo (benditos años aquellos), pero lo que no podía ser una alucinación era la estatuilla plateada de una mujer con alas extendidas que hacía equilibrio en el borde del capó. Era lo único que brillaba de toda la carrocería. Según se aproximaba a la portezuela del copiloto percibió la mirada de impaciencia en el rostro de Tot, sus dedos tamborileando en el volante.


Leuche abrió la portezuela y se acomodó lo mejor que pudo (sus piernas eran bastante largas), un poco admirado pero también un poco amedrentado por la cara de pocos amigos que tenía Tot esta mañana.
 ―Solo un par de detalles... ―se atrevió a puntualizar―. Si podemos ir en una limusina negra si así lo deseamos, ¿por qué tenemos que viajar en un coche que parece que se va a caer a cachos en el primer bache?
Los dedos de Tot dejaron de tamborilear y miró a Leuche de refilón.
―Me gusta este coche. Y además es alemán. No se va a caer a cachos ni aunque atravesemos todo el astral hasta el infierno y los demonios se nos peguen al parabrisas.
Leuche carraspeó.
―Vale. Y esto... ¿no debería haber una W en el capó en lugar de una señorita desnuda con alas?
Ahora la mirada de Tot no fue de refilón. Leuche vio brillar el odio en la profundidad de sus ojos negros.
―No fue idea mía. Es la insignia de los Ángeles de la Muerte. Si no la llevamos bien visible no podríamos saltarnos los semáforos... ni transportar muertos en el maletero. Parece mentira que no lo sepas ya... aunque, bueno, de qué me voy a sorprender, si a estas horas aún no has sido capaz ni de ponerte el uniforme ―dijo Tot, al tiempo que se sacudía una pequeña pelusilla en la manga de su impoluta camiseta negra―. Y dame eso, que me vas a manchar la tapicería ―le quitó a Leuche el croissant relleno de crema de chocolate justo cuando le iba a dar un mordisco y lo tiró por la ventanilla. 
Leuche no se atrevió a replicar, algo avergonzado. Su estómago rugió... pero no pudo hacer nada, cualquiera se ponía a discutir con Tot. Aquel día le tocaría trabajar en ayunas. Aunque... ahora que lo pensaba, ya no tenía estómago. El ruido tenía que provenir de otro sitio.
―Por cierto, conduces tú ―añadió Tot.
―¿Yo? ¿Entonces por qué estás tú en el asiento del conductor?
―Porque el volante se puede cambiar de lugar, ¿no lo ves?
Y de pronto ya no había volante en el lado izquierdo y ahora estaba delante de Leuche. Leuche sonrió y cambió su apariencia varias veces, a lo coche fantástico, a lo coche antiguo, a lo Fórmula 1... al final se decidió por un volante de cuero marrón con funda de leopardo. Y unos guantes de cuero a juego. Y unas gafas de piloto para que no le entrara el polvo en los ojos. Menos mal que no se había traído el sombrero de copa...
­―Me acabo de dar cuenta de que yo nunca he conducido en el lado derecho.
―No importa. Yo no sé conducir, pero supongo que no habrá mucha diferencia. Venga, dale.
―Vale. ¿A dónde vamos?
―A un suicidio. ¿Por qué crees que tengo esta cara hoy?
A Leuche se le borró la sonrisa de la suya, otra vez. Atravesar varios planos dimensionales en un Volkswagen destartalado era divertido, pero no lo suficiente como para contrarrestar el mal trago de un suicidio. O eso le habían contado... que los suicidios eran especialmente tristes y había que estar muy alertas. De hecho, en los suicidios les citaban dos horas antes en lugar de una, por si había imprevistos y tenían que pedir refuerzos. A los suicidas costaba mucho convencerles de que habían hecho la mayor tontería del mundo matándose... tanto sufrimiento, tantos desvelos y tanta angustia, total, para nada... excepto una enorme reprimenda de los Súper-sabios esos, mucho tiempo de reflexión (si hacía al caso) y la magnífica oportunidad de recuperar el tiempo perdido con una vida doblemente complicada.
Leuche suspiró. Entre unas cosas y otras la jornada prometía ser agotadora... y deprimente.

(continuará...)

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