domingo, 8 de diciembre de 2013

El Ángel de la Muerte (9).

―No sé… hay algo que no me convence.
Tot removía con una cucharilla su cóctel de color verde, servido en copa de Martini y bautizado como “Ángel caído”, pensando en qué hacer con la guinda también verde: no estaba tan rica como la guinda roja, pero también merecía esperar hasta el final. Se había sentado frente a la barra de la cantina, porque de repente le había invadido un estado de ánimo un tanto extraño y no le apetecía mucho charlar sobre temas superficiales… y cuando Leuche se aproximó por su izquierda para pedir su batido de piña y coco, pronunció esas palabras de manera casual. Leuche le miró de soslayo… pensando que hablaba a otra persona.
―¿Decías…?
―El discurso de ese vejestorio. No solo ha despreciado nuestro trabajo, sino que además pretende hacernos creer que el sentido de la vida es vivir ―Tot sacudió la cabeza―. No me convence…
El batido de Leuche llegó y Tot observó cómo de repente cambiaba de color y se volvía marrón con unos chorreones de salsa de chocolate pegados al cristal.
―Es que he cambiado de idea ―dijo Leuche, sonriendo. Era un indeciso.
―Además… ¿qué puede saber él? ¿Cómo ha llegado a esa conclusión?
―Bueno… por el color de su aura y el cabello blanco, yo diría que ha vivido más que nosotros… y estuvo un tiempo acompañando a uno de los Maestros Ascendidos, según he oído por ahí. Algo debe de saber…  
―Pamplinas.
―¿Pamplinas?
―Sí, pamplinas.
―Ajá… y ¿cuál es el sentido de la vida para ti?
―Aún no lo sé. Y lo de los Maestros Ascendidos es una estupidez. ¿Ascendidos a dónde? ¿A qué? ¿No se supone que somos todos iguales?
―Vaya humor que gastamos hoy…
―No, es que es verdad… no importa adónde vayas, en todos los sitios te vienen con lecciones espirituales, que si no hagas esto, que si no hagas lo otro, que si no seas tan orgulloso, que si otra vez a reencarnarte porque tienes que aprender… ¿aprender el qué? ¿Es que no aprendo ya lo suficiente con mi trabajo, mis cursos de reciclaje y los viajes organizados a otros mundos?
―Todo eso me parece muy bien, pero ¿no te has ido un poco por las ramas? Estábamos con lo del sentido de la vida… ―Tot miró a Leuche con cara de pocos amigos. Parecía más avispado de lo que había pensado en un principio…

―Está bien. Tú también has vivido bastante, ¿no es así? Y has muerto muchas veces, por lo que pude comprobar en tu currículum… ¿Cuál es el sentido de la vida para ti?
Leuche contempló pensativo las burbujas que jugueteaban en la superficie de su batido. Era difícil decirlo. No sabía cómo lo hacían, pero los guías siempre encontraban la forma de convencerte de que debías reencarnar y pasar otra vez por todo el largo proceso que eso suponía, incluyendo el nacimiento y la muerte, para al final… al final… volver a casa y encontrar que… ¿encontrar qué? ¿Qué había aprendido él?
―La vida es como un sueño. Pero es un sueño que tienes que construir tú, hasta que ese sueño sea tan hermoso que nunca quieras despertar… que nunca quieras volver a casa.
Tot se sorprendió por esas palabras. Eran de lo más profundo que había escuchado últimamente, incluyendo la reciente conferencia. Pero aún así… dudó.
―Es como construir un edificio… un nuevo hogar, ése en el que te gustaría vivir para siempre. Al principio aprendes a hacer el cemento. Luego los ladrillos. Luego las vigas… con todo lo que eso supone. No solo es el material, también es cómo usar ese material. No solo eres el obrero, también el arquitecto ―absorto en su dulce batido, Leuche parecía inspirado―. No puedes pasar al siguiente material hasta que no dominas el primero. Y eso te puede llevar varias vidas… Según ese sueño crece, las cosas se tornan más complicadas, el trabajo es cada vez más delicado. Tienes los cristales, la grifería, la electricidad… es un edificio con muchos vecinos y todos se van apoyando unos a otros. Pero cuando dominas lo más básico, entonces la relación con las personas es también más difícil. Muchas veces el edificio (el sueño) se viene abajo, y hay que empezar desde cero otra vez. Unos abandonan la vecindad. Otros vienen. A veces aparecen goteras, otras veces una plaga en los sótanos… Pero tú siempre tienes en mente ese edificio perfecto en el que te gustaría vivir.
―¡Para, para! A ver… sigue sin tener sentido. ¿Para qué montar todo ese tinglado? ¿No lo podemos hacer aquí igual?
―¿Aquí? Aquí creas lo que deseas con solo pensarlo, ¿ves? ―en una décima de segundo su batido era ahora una ración doble de tortitas con nata, y al segundo siguiente un pastel de manzana, y al segundo siguiente un crepe relleno de dulce de leche. Finalmente volvió a ser un batido con chorreones de chocolate.
―Ya. ¿Y?
―Pues que así no apreciamos lo que tenemos. Aquí todo es plano, continuo, sin sobresaltos, hagamos lo que hagamos nos va a ir bien, puedes quedarte una eternidad pensando en las musarañas que nadie se va a alarmar ni tú te vas a preocupar de nada… pero si permaneces inmóvil, no vas a llegar nunca a ninguna parte.
―¿Y reencarnando sí?
―Si consigues construir tu sueño, habrás llegado tan alto como tú quieras. Puedes conformarte con dos o tres pisos, pero eso es fácil. O puedes descubrir que superarte a ti mismo es lo mejor que te puede pasar, por tanto, si en una ocasión conseguiste un rascacielos de 150 plantas pero resulta que se te empezó a torcer cuando ibas por la 123, tal vez la próxima quieras llegar hasta el piso 175, pero recto y con un acristalado perfecto. ¿Por qué? Porque disfrutas haciéndolo. Porque cada vez eres mejor arquitecto. Hasta que llega un momento en que quieres cambiar a un material distinto… y la Tierra ya no te sirve para construir tu sueño. Necesitas nuevos retos…


―No sé, sigo sin verlo…
―¿Has hecho alguna vez castillos de cartas?
―Sí.
―Pues es lo mismo. Si tienes buenas cartas, puedes hacer un buen castillo, siempre que te apliques y tengas paciencia y un buen pulso. Si tienes malas cartas, necesitarás algo más que buen pulso para mantener el castillo. Cuando el castillo se cae, empiezas de nuevo. Incluso puede que el castillo no se caiga, sino que lo derriben… pero no importa, porque cada vez que lo volvemos a levantar, lo hacemos mejor.
―Y así, ¿hasta cuándo?
―Hasta que te canses de hacer castillos.
―Sigo sin verle el sentido. ¿Para qué construir un castillo? ¿Para qué construir nada, sabiendo que al final siempre se va a caer? ¿Sabiendo que nunca lo vas a ver acabado?
La guinda verde ya era lo único que quedaba del cóctel, daba pena verla en el fondo de la copa tan solitaria.
―No quieres verlo acabado. Da igual si se cae o no. Lo que quieres hacer es construirlo, eso es lo único que importa. No quieres vivir en un sueño, ni tampoco en un rascacielos de 200 pisos, aunque tenga una piscina y un helipuerto en la azotea. Solo quieres vivir. Sentir que estás vivo. No me negarás que estar aquí en casa es muy aburrido... pura rutina.
Tot frunció el ceño. Había subestimado al nuevo… Ahora no podía dejar de pensar. 
Incluso se le quitaron las ganas de comerse la guinda.

(continuará...)

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