domingo, 10 de noviembre de 2013

El Ángel de la Muerte (5).

Después del baño de sangre y la correspondiente limpieza energética, Tot necesitó de un largo descanso en la pradera. Hizo que la hierba brillara con un fulgor verde especial y añadió tres o cuatro familias más de flores de varios colores: amarillas, rojas, azules, y moradas, que era su color favorito. Y luego hizo aparecer un helado de cuatro bolas también todas diferentes, con dos galletas, un barquillo de chocolate, salsa de caramelo, cacahuetes de colores… y, por supuesto, una gran guinda. Las guindas le hacían sonreír. Recordaba una vida en la que de niño los helados siempre tenían guinda. Las dejaba para lo último porque era lo que más le gustaba… no entendía cómo algunos no se la comían. Luego, cuando se hizo mayor, la guinda desapareció misteriosamente de todos los helados. Y cuando encontraba alguna en otro tipo de pasteles, no sabían igual… Quizá las guindas eran lo mismo que la ilusión.

También había pensado inclinarse por algo más convencional y prepararse un whiskey doble… pero eso le recordaba su vida en la que se había hecho alcohólico y había muerto de cirrosis hepática, y no pretendía deprimirse aún más de lo que ya estaba, sino todo lo contrario. Suspiró. Aunque había estado algo mejor de lo que esperaba, aún había imágenes que le costaba borrar de su mente. No entendía del todo por qué… aquellos desgraciados seguían vivos después de todo, así que ¿qué había que lamentar? Bueno, sí, a pesar de las conversaciones con su guía espiritual sobre la maldad, aún había algo que se le atragantaba: la crueldad humana no tenía límites. Ahora sabía que no podía cambiarla… pero eso le había llevado miles de años comprenderlo.

Eso sí, los Ángeles de la Muerte en formación minutos antes de la batalla, serenos y concentrando toda su fuerza, había sido digno de contemplar. Se había sentido orgulloso de estar allí, de formar parte de un gran ejército. Trabajar solo era algo aburrido. Pero aquello había sido distinto. Skel no se había parado a describir la increíble sensación de compañerismo que les unía en aquellos momentos. Sabían lo que tenían que hacer, sabían de la importancia de su trabajo cuando el caos, la destrucción y la locura iban a hacerse dueños de aquel pedazo de tierra castigada una vez más por la ceguera humana. Si no fuera por ellos, aquello sí que se convertiría en un auténtico infierno, tanto para los vivos como para los muertos.

Y sin embargo, su trabajo no gozaba de mucha popularidad. Ellos siempre eran los malos y los demás eran los buenos. ¿Qué pasaba cuando un Ángel de la Vida se presentaba en un campo de batalla? Que los humanos pensaban que había sido “una señal de los cielos” y que les habían ayudado a vencer. ¿Qué pasaba cuando aparecían ellos? Que habían venido los demonios para llevarse a los caídos al infierno… Claro, como los Ángeles de la Vida llevaban un halo de luz brillante, ya todos creían que eran los salvadores y que habían sido enviados por el mismo Dios. Ellos, como vestían ropas oscuras para pasar más desapercibidos, solo venían a hacer el mal… Ironías de la vida. No, ironía no, pura injusticia más bien. O ignorancia. Cómo le hastiaba tanta ignorancia… Nadie se daba cuenta de que eran ellos los que hacían el trabajo más difícil. Todo lo relacionado con la muerte era espantoso y desagradable. A excepción de los egipcios y alguna que otra cultura antigua, no recordaba a ningún grupo antropológico que supiera realmente lo que era la muerte y por qué se debía considerar algo sagrado. Él y todos los Ángeles de la Muerte lo habían visto con sus propios ojos, porque así estaba en el reglamento. Por eso habían vivido cientos de vidas en los que la muerte había sido la protagonista. Había muerto de todas las formas posibles… pero eso no era nada especial, todos los humanos sufrían todo tipo de muertes, era cuestión de estadística. Lo que les hacía diferentes era que además de dedicarse a tareas relacionadas directamente con la muerte, también habían sido víctimas, y, por supuesto, los ejecutores en infinitas ocasiones: habían sido médicos, sacerdotes, oficiantes de misas negras, brujos, chamanes, enfermeros y enfermeras, plañideras, empleados del servicio funerario, albéitares, matronas, taxidermistas… pero también matarifes, verdugos, pescaderos, soldados, miembros del pelotón de fusilamiento, cocineros (hervir vivos a ciertos animales era una experiencia prácticamente reservada solo a ellos), espectadores en el corredor de la muerte, romanos en espectáculos de gladiadores, toreros, asesinos múltiples, homicidas, suicidas, coleccionistas de insectos, cazadores… La muerte estaba sobrevalorada en el mundo físico, eso era cierto. Luego, cuando estabas en el otro lado, la muerte era lo más normal del mundo y te convertías en un mindundi. Era una buena lección de humildad. Era como: “¡¡Dios!! ¡¡La MUERTE!! Que a todos se nos lleva, el final para todos, la muerte llena de sufrimiento, la que iguala a todos los hombres… ¿Por qué, Dios, tiene que existir la muerte? ¿Por qué eres tan cruel? ¿Por qué permites que existan todos estos asesinos que se llevan a nuestros hijos?” Y luego, al morir, decías: “Bah… ¿y esto es la muerte? Pues vaya… tanto tiempo esperando para esto…” Y nadie quería dedicarse a ello porque se consideraba una tarea “indigna” comparada con las oportunidades que te ofrecía el mundo espiritual…


Pues no, no era así. A pesar de no existir, la muerte era lo más importante en la vida humana. Por desgracia, ningún ser humano está preparado para hacer la transición como se debería… aprender a hacerlo con serenidad requería algunos cientos de vidas, él había pasado por ello. Aprender a convivir con la muerte y los moribundos, requería otros cientos de vidas, igual que aprender a aceptar que te estás muriendo, aprender los mecanismos de la muerte, aprender la compasión cuando la vida de un enemigo está a tu merced, aprender a dispensar la muerte con justicia, aprender y aprender… Había comprobado que se aprendía mucho más deprisa cuando jugabas el papel de malo. Morir no es difícil. Que te maten es un poco más complicado. Pero matar y luego vivir con ello para toda la eternidad era para nota. Por algo siempre había necesitado descansos más prolongados después de sus vidas de asesino. Pero si elegías con frecuencia este tipo de vidas empezabas a crear una oscura reputación entre las almas más jóvenes que te veían como una especie de sádico, a pesar de que en la escuela no cesaran de repetirles que la maldad y la bondad solo eran producto de la ignorancia humana. Claro que por mucho que te lo dijeran en las clases espirituales, no era lo mismo vivirlo en primera persona. Y no era suficiente con vivirlo una vez... Y por eso muchos acababan siendo guías espirituales en lugar de Ángeles de la Muerte. Por supuesto, “qué buenos son los guías espirituales”, “los seres de luz que vienen a protegerte y a guiarte”… Les confundían con los verdaderos Ángeles que a veces incluso se habían manifestado para protestar por la suplantación de identidad… Ellos se llevaban toda la fama mientras que eran los Ángeles de la Muerte los que hacían el trabajo sucio, siempre en silencio y sin ninguna alabanza… porque la muerte no existe, claro. Ésa era la razón por la que cada alma tenía tres o más guías espirituales, mientras que en su departamento siempre andaban escasos de personal y a veces tenían que ocuparse de dos y hasta tres almas a la vez. Porque había que tener un par para ser Ángel de la Muerte.

Tot sonrío con ironía y algo de tristeza. Pero ¿qué podía hacer? En la Tierra, parecía mentira que la única diferencia entre el conocimiento y la ignorancia era el cerebro. En el Cielo, la ignorancia seguía siendo patente entre algunos sectores. Pero aún no había encontrado cuál era el órgano de la sabiduría... si es que tenían algún órgano en las entrañas.

“La experiencia”, susurró la voz de su guía en su cabeza.
“No recuerdo haberte llamado”, pensó Tot. “Sal de mi cabeza ahora mismo”.

Y se comió la guinda del helado. 

(continuará...)       

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