sábado, 9 de noviembre de 2013

El Ángel de la Muerte (4).

“Que no me preocupe, que no me preocupe…”

¿Cómo no iba a preocuparse? Aquello iba a ser una locura. Después de la reunión, se sentía aún más inquieto, y decidió ir a los Archivos… aunque no sabía muy bien para qué. Todos los puestos estaban ocupados, así que tuvo que esperar hasta la tarde para reservar sus dos horas… la espera se le hizo eterna y el nudo en su estómago (o lo que fuera que tenía ahora en lugar de estómago) fue creciendo según el tiempo pasaba.

No quería recordar… ya había pasado por eso más veces de las que jamás hubiese deseado, por algo había llegado hasta donde había llegado, y ahora podía dedicarse a otras cosas antes de decidir si volvía o no a encarnar. Había aspectos de la vida humana que echaba de menos, no lo podía negar: sentir la brisa en su rostro, contemplar la lluvia caer desde la ventana, escuchar la risa de sus hijos, degustar un buen pastel de chocolate, nadar en el agua del mar (a pesar de haber muerto ahogado en varias ocasiones), la música clásica, la versiones rockeras de música clásica… Sí, en su tiempo libre se reunía con sus amigos y evocaban continuamente los viejos tiempos, y las creaciones que conseguían desplegar frente a ellos se aproximaban mucho a la realidad terrestre, pero no era lo mismo. La densidad de la naturaleza humana era la ideal para experimentar la vida en la Tierra. Lógico. Para eso habían sido creados los mundos… o eso le habían dicho. Sin embargo, si fuera por él, dejaba solo los placeres de la carne y eliminaba los sufrimientos y las penurias que siempre iban aparejados a una estancia terrenal, por breve que fuera… Sí, la Tierra era una escuela y se iba para aprender y todos esos rollos, lo que tú quieras, pero ¿no podían cambiar las reglas, aunque solo fuera por una vez?

La imagen de su guía espiritual apareció en su mente, y fuera por su culpa o no, la sonrisa desapareció de su rostro y un súbito flash se dibujó en su memoria: el fogonazo de una carabina, las botas hundiéndose en el barro y en la sangre de sus enemigos, sus hombres rematando a los caídos en el suelo, el fuego, la muerte, la destrucción... por muy atrás que hubiesen quedado, nunca desaparecían del todo. No hacía falta ir a los Registros para poder oler de nuevo la pólvora en el ambiente. Por suerte, eso no pasaba en todas las vidas. Pero había dicho “Una y no más” y luego se encontró que las guerras seguían sucediéndose una tras otra. Había visto cómo las esperanzas de paz se desvanecían de centuria en centuria,  y cómo las revoluciones se repetían una y otra vez, y no importaba cuántos dejaran sus vidas en ellas, al final los nietos tenían que levantarse en armas de nuevo para no ser pisoteados. Hasta que un día comprendió que el mundo no iba a cambiar. Eran ellos los que cambiaban. Pero el mundo siempre seguiría siendo lo que era: el lugar donde las almas aprendían a ser humanos… y a ser más humanos.

Se sentía tremendamente cansado. Exhausto, más bien. El peso de tantas vidas vividas se hacía con frecuencia casi insoportable. Se sentía tan cansado que pidió a su guía que le acompañara en esta visita a los Registros. Lo había hecho solo en muchas ocasiones, pero esta vez las fuerzas parecían haberle abandonado. Algunos acontecimientos aún estaban demasiado recientes (decían que el tiempo no existía en el más allá… una leche, no existía. Existía, pero era todo en uno, sin orden ni concierto... las vidas no podían ir una detrás de otra, no, y si no aprendías a controlar el flujo de información, era como un bloque de cemento de trescientas toneladas cayéndote en la cabeza y hundiéndote hasta el cuello en el pavimento). Y en los Registros no solo ibas a ver escenas… esas escenas siempre iban acompañadas de terribles sensaciones tan reales como la vida misma. Sospechaba que por eso tenían correas en los asientos, para que no huyeras corriendo.


No, lo de las correas era invención suya. Pero era así como te sentías porque la primera vez que te conducían ahí después de muerto no te podías apenas mover de lo petrificado que te quedabas… por lo que veías y experimentabas otra vez, y por el miedo que te producía saber que después de eso tenías que visitar al Consejo. Para eso estaban los guías… para vigilarte. Bueno, lo mismo que él hacía ahora con los recién fallecidos, sonrió para sus adentros. Una vez libre de la confusión era todo más fácil... a veces.
Su guía ya estaba tardando. Pero al fin apareció y juntos se dirigieron a las salas de proyección.
―Así que crees que te vigilo, ¿no? ―dijo.
―Oye, ¿quién te manda leer mis pensamientos cuando yo no te doy permiso?
―Ya me diste permiso, ¿no te acuerdas?
―Bueno, pues ahora te lo deniego.
―¿No querías mi ayuda?
―No, ya no la quiero… ―enseguida se arrepintió de sus palabras. Y añadió, en un tono más sumiso y cada vez más y más bajo: ―Bueno, sí, la quiero… No me gusta…
―¿Pedir ayuda? ¿Y crees que no lo sé? ¿Después de tantos años trabajando contigo? ¿Crees que no sé lo testarudo, individualista, orgulloso y… perspicaz que eres?
―Perspicaz es bueno, ¿no?
―Depende.
―¿Depende?
―Vamos a ver, Tot, no querías que viniese para una de nuestras interminables discusiones sobre lo que es bueno y lo que es malo, ¿no?

Tot hizo un sonido intraducible de resignación y no dijo nada. Miró de soslayo a su guía según se desplazaban. No podía ocultar nada al maldito… bueno, en realidad no podía ocultar nada a nadie en el mundo espiritual, era una de las cosillas que tenía estar en el mundo espiritual… Sintió enrojecer cuando su guía le traspasó con la mirada y leyó en la profundidad de su alma… de manera literal. Lo hacía constantemente, y aún no se acababa de acostumbrar... No le gustaba hablar de sentimientos. No, señor. Aún no sabía cómo diablos expresar sus sentimientos, mucho menos cuando se trataba de algo que le producía miedo y le avergonzaba. A pesar de ello, agradecía la compañía de su guía. Sabía que él también lo había pasado mal siendo ignorado durante tanto tiempo. En silencio le condujo hasta su puesto de trabajo y le explicó la situación sin palabras. Solo sentimientos. Así le resultaba más fácil, y le daba la impresión de que su guía le comprendía mejor. Tantos años en la Tierra (milenios)… y sabía que un día tendría que volver porque había muchas cosas que aún le quedaban por aprender.

De ese modo, sin palabras, Tot le contó en qué iba a consistir su próxima misión, y le confesó que estaba muy preocupado… no solo preocupado, estaba aterrorizado, no solo por cómo iba a desempeñar su trabajo, sino cómo iba a enfrentarse a tantos recuerdos y a tantas sensaciones que presenciar una batalla como ésa le iba a producir en su alma. En la sesión preparatoria les habían aconsejado hacer una aproximación paulatina a esos estímulos, para minimizar el impacto psicológico que sobrevendría después, y por eso había decidido revivir uno de sus finales más tristes y sangrientos. Aunque hubiesen visto y vivido lo indecible, y aunque las emociones sin duda se manejaban de otra forma una vez liberados de sus cuerpos materiales, era como sumergirse de nuevo en un mar embravecido donde las emociones de los que sí estaban vivos iban a mezclarse con ellos. La energía que se creaba en un campo de batalla tenía tal fuerza que era imposible escapar a la marea. Los iba a arrastrar a todos igual que haría un tsunami en una isla. Cuando morías en un campo de batalla, eras consciente de tu miedo y tu dolor, luchabas por tu vida y junto a ti caían docenas de soldados que ni siquiera conocías. Cuando acudías a un campo de batalla como Ángel de la Muerte, no solo eras consciente del dolor de un ser humano, sino del dolor de todas esas almas perdidas que ahora se habían convertido en tus hermanos, fueran del lado que fueran. Eras mucho más consciente de la insignificancia de las vidas humanas, pero también comprendías mucho mejor el enorme apego que esas pobres almas sentían por sus cuerpos físicos y el sufrimiento que suponía dejar la Tierra en esas circunstancias… Los Ángeles lo sabían por experiencia, o no estarían donde estaban.

Ayudar a morir no era nada fácil a veces. Tot tenía buenas razones para estar preocupado. Pero era el trabajo que había elegido… el trabajo para el que se había preparado.

(continuará...)

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